Un viernes en la calle de Zuazua

Texto ganador en la convocatoria del tecnológico de Monterrey en la cátedra Alfonso Reyes.

Un viernes en Zuazua
El pavimento derretido por el sol de la tarde se convierte en la sábana negra que le cubre, le desaparece.
Se ha fundido entre el asfalto y los adoquines. Cerca del lugar donde pasó su vida cuando obligó a su madre a tener la puerta siempre abierta y acostumbrase a vivir sin preguntar y confiar.
Él, ya no camina, solo nota en sus venas como huye del calor que acecha golondrinas y ataranta a las palomas que apenas miran las migajas esparcidas y dejando árboles de blancas plumas a la mirada.
Calles, donde transitan multitudes que corren a sus quehaceres cotidianos sin mirar al cielo, al cerro de la Silla o a la gota del charco gris producto del aguacero de ayer. Multitudes de –nadie y de todos- de esta especie humana que prolifera los viernes al margen del fin de los cinco días, de los días que se premian con un dinero que nunca alcanza.
Él,
testigo invisible.
Transita sin moverse porque no tiene jornada y su cuerpo recibe el abrazo fresco del recuerdo.
Mientras tanto, los puntos de colores rosas, lilas y celestes cuelgan del palo de madera azucarado entre enjambres de abejas-niños que le rodean con gritos y lloros de contento. Algodoneros que exhiben su mercancía sin desvelo y con los ojos heridos por la fuente evaporada. Vendedores de dulces que ya no tienen amarantos, alegrías ni glorias de leche quemada y adornan su caja-mesa-tienda con milky-ways y golosinas que dejan de lado las delicias de un -antes-; de un antes de ser una gran ciudad.
Él, está allí.
Observa el prado color esmeralda desahuciado por unas pocas gotas de lluvia, hoy convertido en vitrina que exhibe besos desmerecidos y confesos de intimidades.
Calles de pisadas prontas, de perfumes uniformes, de vientos hirientes de verano: 38 grados. ¡Pero si ya son las 8!
Victoria nocturna, huir del sol y dar paso al transeúnte afligido antes… y ya erguido, glorificando estragos de rayos grandilocuentes, de persuasivos encantadores de serpientes (que no existen) y exhibidores de vísceras entre los escombros, (que si existen).
Zuazua y sus jardines, repisas de libertad espontánea de viernes por la noche.
A él, ya no le es fácil pertenecer. Oculto y absorto censura lo irreconocible, la incerteza. Porque han quedado muy atrás sus tardes de basket ball en el Círculo Mercantil y el desfile ausente de taxímetros y medidas que exigían sobriedad.
Toma su camino,
mejor se va.

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